Por una maternidad subrogada completa

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Fragmentos de la autora y traductora Sophie Lewis (@reproutopia)

Versión al español de Edith Verónica Luna (@EdithVeronica_L)

Es sorprendente que dejemos a los fetos quedarse en nuestro interior. A diferencia de casi todos los animales, cientos de miles de humanos mueren cada año a causa de un embarazo y esto hace que los esfuerzos de las Naciones Unidas por detener la masacre en este milenio sean una burla. En Estados Unidos anualmente fallecen casi mil personas durante el alumbramiento y otras 65,000 “casi mueren”. Este problema es social, no sólo “natural”. La situación es tal por razones políticas y económicas: nosotros hicimos que fuera así. Sin duda la maternidad tiene sus satisfacciones; la natalidad es única. Por eso, aun cuando otros sufren profundamente su participación forzada en el embarazo, muchos de quienes quedan excluidos de la experiencia por distintas razones (ya sean cisgénero, transgénero o no binarios) se sienten profundamente despojados. Incluso así, y aun reconociendo por completo esta sensación de sublimidad que experimentan las personas durante la gestación, es notable que no haya un apoyo más concreto para la investigación cuya finalidad es solucionar el problema de la maternidad. El “milagro” diario que acontece en el embarazo, la producción de esa cifra mayor que uno y menor que dos, recibe más falsas promesas idealizadas que respeto. En efecto, la creación de una nueva proto-persona en el útero es una maravilla en la que se han involucrado los artistas durante milenios (y los filósofos psicoanalíticos durante casi un siglo). Muchos de nosotros no necesitamos que nos recuerden que somos, todos, el producto parpadeante, pensante y pulsante de un trabajo gestacional y sus secuelas igualmente laboriosas. No obstante, en 2017, una lectora y pensadora tan concisa como Maggie Nelson puede seguir afirmando casi incrédulamente, pero con un caso sólido que la respalda, que la escritura filosófica acerca de lo que realmente es el acto de la gestación constituye una ausencia en la cultura. Lo que más me fascina acerca del tema es la morbilidad del embarazo, las poco discutidas formas en las que, biofísicamente hablando, la gestación es un negocio inescrupulosamente destructivo. La mecánica básica, de acuerdo con la bióloga evolutiva Suzanne Sadedin, ha evolucionado en nuestra especie de tal manera que sólo puede describirse como una abominable casualidad. Los investigadores han descubierto (en experimentos en los que colocan células placentarias en cadáveres de ratones) que las células activas del embarazo “destruyen” (a menos de que se contenga su agresividad) todos los tejidos que tocan. Kathy Acker no citó estos estudios cuando subrayó que padecer cáncer era semejante a tener un bebé, pero estaba canalizando estos descubrimientos inconscientemente […].

Los genes activos en el desarrollo embrionario también están implicados en el cáncer y no es la única razón por la que en el embarazo del Homo sapiens (en palabras de Sadedin) se comete una especie de “masacre” biológica. El tipo específico funcionalmente raro de placenta con el que tenemos que trabajar (placenta hemocorial) es lo que determina que la entidad, que Chikako Takeshita llama “el madrefeto”, se desgarre a sí misma en el interior.1 En lugar de sólo interactuar con la biología del gestante a través de un filtro limitado o conformarse con ofrecer secreciones libremente, esta placenta “digiere” todo a su paso en camino a las arterias de su anfitrión, garantizando el acceso pleno a la mayoría de los tejidos. Sadedin explica que los mamíferos cuyas placentas no “rompen las paredes del útero” pueden abortar sencillamente o reabsorber a los fetos no deseados en cualquier etapa del embarazo. Para ellos, “la vida sigue casi con la misma normalidad durante el embarazo”.2 Por el contrario, un humano no puede arrancar una placenta en caso de cambiar de opinión (o, por ejemplo, por una sequía repentina o el inicio de una guerra) sin el riesgo de una hemorragia mortal. Nuestro embrión crece enormemente y paraliza al sistema arterial mayor que lo alimenta mientras que eleva, al mismo tiempo y a nivel hormonal, la presión sanguínea y el suministro de azúcar. Un estudio de 2018 reveló que el trastorno por estrés postraumático posnatal afecta al menos al tres o cuatro por ciento de las dadoras de vida en Reino Unido (es probable que el porcentaje en Estados Unidos sea mucho mayor, en especial entre mujeres negras).

Sigue leyendo este artículo en la Revista de la Universidad.

Del traductor traidor al traductor autor

libros 3

POR EDITH VERÓNICA LUNA

“Translators are the shadow heroes of literature,

the often forgotten instruments that make it possible

for different cultures to talk to one another,

who have enabled us to understand that we all,

from every part of the world, live in one world”

Paul Auster

La piedra Rosetta, que data del año 196 a. C. y que tenía escrito un decreto del faraón Ptolomeo V en tres idiomas (jeroglíficos egipcios, escritura demótica y griego) es considerada el comienzo de la historia de la traducción. Pasando por los griegos, los romanos, San Jerónimo (traductor de la Vulgata y patrono de los traductores) y la escuela de traductores de Toledo, el auge de las traducciones y el desarrollo de sus procesos se han modificado con el paso del tiempo. La aparición de las nuevas tecnologías y los conceptos modernos de ocio cultural han contribuido a la globalización y la creación de nuevas herramientas que han facilitado los procesos de traducción, dejando atrás los pesados diccionarios físicos y los interminables glosarios en hojas de Excel, pero al mismo tiempo han puesto en jaque la existencia y el reconocimiento de esta noble labor.

No es extraño escuchar, en boca de algún lego, que pronto las máquinas sustituirán a los traductores, que no somos indispensables y que la inteligencia artificial bien podría hacer nuestro trabajo. Aunque hoy es una realidad (a medias), hace veinte años, cuando egresé de la licenciatura en traducción, nadie se planteaba la posibilidad de ser sustituido por una herramienta que pudiera traducir, más o menos fidedignamente, un texto de cualquier género en menos de diez segundos. Hoy parece posible, pues alimentar la memoria de un traductor automático la enriquece y perfecciona, pero una máquina difícilmente será capaz de traducir una metáfora, identificar el sarcasmo, reconocer una cita o referencia de otro libro, o detectar un cambio de registro, entre otras cosas.

Quienes estudiábamos lo hacíamos absolutamente convencidos de que la traducción es puente, es unión, es hilo que teje con meticulosidad un manto que envuelve realidades distintas a la propia. La preparación en toda clase de tipología textual nos daba confianza y nos hizo abrazar la ilusión de creernos preparados por el hecho de haber estudiado durante cuatro años. Fue así como entregamos currículos en editoriales como Macmillan, Random House, Era y Santillana… las que jamás nos contrataron, por supuesto. El palmo de narices nos obligó, a mí y a unos cuantos colegas, a buscar trabajo en agencias de traducción, a conseguir clientes para laborar de manera independiente y a buscar empleos que nos ayudaran a sobrevivir para poder ejercer la traducción literaria, finalmente, como una actividad satelital. Esto se convierte en un lastre que retrasa el despegue de una carrera profesional y ralentiza la producción. No extraña entonces que un traductor con décadas de experiencia cuente sus trabajos publicados con una sola mano… y que le sobren dedos. Tal es la triste realidad de muchos traductores literarios.

A pesar de lo desalentador del panorama, mi experiencia como traductora ha sido edificante en verdad. Pocas profesiones tienen la versatilidad que ofrece la traducción. Los traductores tenemos la gran fortuna de poder combinar empleos formales, académicos o de medio tiempo con el ejercicio de la traducción literaria, esa que se guarda para los momentos de intimidad y reflexión, la que se sustenta en proyectos personales y en afectos literarios, en pasiones detonadas por ciertos autores y géneros.

La traducción de la literatura, sin embargo, pone en evidencia diversas problemáticas y malas prácticas que me han hecho reflexionar acerca de la tarea de los traductores en México, ya que este sigue siendo un gremio segregado y menospreciado que existe y subsiste a la sombra de los diversos actores de la industria editorial.

Puedes leer el artículo completo en el suplemento cultural Confabulario de El Universal.

 

 

 

El ‘Chef’ de Singh… y de Luna

Entrevista realizada por Roberto Rueda Monreal para The HuffPost.

 

Spices on wooden background

BYHEAVEN VIA GETTY IMAGES

 

Para armar un buen proyecto de traducción literaria hace falta más que buenos deseos. Es ahí en donde, más allá del amor, la amistad o la sensibilidad exacerbada que suelen «argumentar» muchos escritores que «traducen», el profesionalismo del traductor literario se pone literalmente a prueba.

Jaspreet Singh es un autor de origen indio radicado en Canadá que antes de llegar a la literatura ya era un químico investigador, perfil que más tarde proyectará en la meticulosidad de las palabras y los conceptos que utiliza en sus historias. Por no hablar de la precisión en los niveles en donde lo mismo nos lleva a complejos conflictos políticos y religiosos de su región natal que a sumergirnos, en el caso de Chef, en olores, sabores, colores y texturas que tocan algo más que la vena literaria: las papilas gustativas.

Ahora bien, así enunciado parece cosa nimia, pero mucho de lo expresado pasa por una grueso tamiz algo ingrato: en occidente solemos entender la mayoría de las ocasiones cosas totalmente distintas al respecto.

 ¡Quién mejor que su traductora al español mexicano, Edith Verónica Luna, para ayudarnos a digerir su más reciente narración!

 

¿De qué va la obra de Singh? ¿De Chef, específicamente?

Tanto Diecisiete tomates y otras historias de Cachemira, el primer libro de Jaspreet Singh, como Chef son libros que relatan el entorno de un país que atraviesa conflictos geopolíticos, describen a individuos que padecen una realidad poscolonial violenta y cruel, sin distinciones de edad o género, en historias y capítulos cuyas redes isotópicas son la guerra, la partición de la India y la comida.

Chef cuenta la historia de Kirpal, un militar retirado quien se acaba de enterar que tiene un tumor cerebral. La noticia de su enfermedad llega al mismo tiempo que una carta de su antiguo superior, el general Kumar, pidiéndole que le ayude a preparar el banquete de bodas de su hija, quien se casará nada menos que con el enemigo, un pakistaní. Así, Kirpal decide regresar a Cachemira, la ciudad de la que se despidió dejando todo atrás, para reconciliarse con su pasado y, quizá, para encontrar una cura… o al menos esa es su intención.

Lee el texto completo aquí.

Reseña de la novela «Chef», de Jaspreet Singh

         Kip (su nombre completo es Kirpan Singh) es chef de profesión. Llamado por su antiguo jefe y amigo, el general Kumar, emprende el regreso a su Cachemira natal tras catorce años de ausencia para supervisar la preparación de los manjares que se servirán en la boda de Rubiya, la hija de su antiguo patrón. Detrás de esta explicación de trasfondo más bien pragmático se esconde, empero, otro motivo: Kip, hombre solitario, soltero, de edad media, aparentemente sin otra familia que su anciana madre, acaba de ser diagnosticado con un tumor cerebral y como suele suceder en aquellos a quienes la enfermedad terminal acerca progresivamente a la muerte busca hacer las paces con el pasado.

Pareciera que , la primera novela del escritor indo-canadiense Jaspreet Singh (publicada originalmente en 2008 y recientemente traducida al español por la Dirección de Publicaciones de la UNAM) parte de una pregunta que aparece explícitamente desde sus primeras páginas: “¿Por qué permití que mi vida tomara ese giro erróneo?” Esta interrogante resulta, al menos en el contexto en que su autor la plantea, de unos alcances sorprendentes: da la impresión que lo que el protagonista realmente desea responderse, que aquello que lo arroja a los insondables abismos de la búsqueda existencial rebasa en realidad los límites de su propia trayectoria personal. Dicho de otra forma: la interrogante de Kip, su viaje, el libro mismo, se antojan un pretexto, una excusa inteligente y sensible para que el protagonista (y el lector) explore lo que en mi opinión constituye la preocupación central del autor: las guerras intestinas y las discordias mal escondidas bajo la exuberante belleza natural de Cachemira.

El autor recurre al flashback para situarnos alternativamente en el contexto de la primera llegada de Kip a Cachemira y en el del anticipado (y temido) regreso de éste a la tierra que abandonó con precipitación años atrás. Lo vemos joven, en más de un aspecto aún inocente, rodeado por la densa niebla y por el colosal frío de su entorno, confrontado a los retos de su oficio como aprendiz de cocinero en la casa del general. Kip es el primero en sorprenderse de que esa Cachemira que tiene enfrente en nada se parezca “a la sombra o al paraíso” del que tanto ha oído hablar en Delhi, aunque no tardará en adentrarse en los verdaderos contornos y contradicciones que ésta encierra, primero a través de las enseñanzas de Chef Kishen, el cocinero en jefe, y luego vía sus encuentros con los personajes que lo habitan: el general, su pequeña y temerosa hija Rubiya, los soldados de la guarnición, la enfermera del hospital militar.

 

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